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Historicizar el Concilio Vaticano II. Así influyó sobre la Iglesia el mundo de esos años

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(s.m.) La disputa que está encendiendo a la Iglesia sobre cómo juzgar el Vaticano II, no debe ser solo teológica porque, ante todo, lo que hay que analizar es el contexto histórico de ese evento, especialmente de un Concilio que, desde un punto de vista programático, declaró querer “abrirse al mundo”.

Es lo que intenta hacer, en este ensayo publicado por primera vez en Settimo Cielo, Roberto Pertici, docente de historia contemporánea de la universidad de Bérgamo y especialista de las relaciones entre Estado e Iglesia, además de firma prestigiosa de “L’Osservatore Romano” en los años en que este periódico estaba dirigido por Giovanni Maria Vian.

Pertici traza los rasgos fundamentales de la época del Vaticano II, convocado el 25 de enero de 1959, abierto el 11 de octubre de 1962 y concluido el 8 de diciembre de 1965. Analiza la percepción que tuvieron los protagonistas del concilio de esos rasgos y las respuestas que de ellos emanaron.

De la lucha triangular que se combatió durante la Segunda Guerra Mundial, la victoria aliada contra el nazismo había eliminado un frente, pero el problema de fondo persistía: ¿qué tipo de organización social y qué forma de Estado debería darse la sociedad moderna, en Europa y no solo?

Derrotado el Estado nacional fascista, los protagonistas y antagonistas seguían siendo la democracia liberal anglo-americana y el comunismo soviético.

Y de hecho son estas tres las cuestiones que Pertici analiza, una tras otra:

– la derrota del nazismo y del fascismo y el eclipse del “paradigma conservador”;
– la afirmación de la democracia en Europa occidental y la difusión de un nuevo ethos democrático;
– el comunismo soviético y la tentación de la “coexistencia pacífica” con el mismo.

Las tres cuestiones incidieron notablemente en el desarrollo del Concilio y, en general, en la Iglesia. Y por tanto, la disputa teológica sobre su interpretación tendrá que lidiar con ello si quiere ser fecunda.

Naturalmente, sabiendo que el desarrollo sucesivo contradijo con fuerza las expectativas del Vaticano II. De  hecho, fue precisamente a partir de los años del Concilio cuando se inició el proceso de descristianización de las sociedades occidentales, que se están transformando en sociedades poscristianas.

El profesor Pertici promete analizar este desarrollo en un ensayo sucesivo.

Mientras tanto, aquí tienen su primer y fascinante capítulo. ¡Buena lectura!

*

HISTORICIZAR EL VATICANO II

por Roberto Pertici

1. Una controversia teológica

Las controversias que periódicamente se reabren en los medios de comunicación denominados “católicos” sobre el significado del Vaticano II y el nexo que existiría entre dicho Concilio y la situación actual de la Iglesia, crean una cierta incomodidad en el estudioso de la historia, que observa que es más una «disputatio» de carácter prevalentemente teológico que una discusión histórica. Como sucede a menudo con dichas controversias, la investigación histórica acaba teniendo una función “ancilar” que es utilizada, prevalentemente, como pieza de apoyo y sostén de las tesis en conflicto.

Este trasfondo teológico y netamente intraeclesial está confirmado por la poca o ninguna referencia a los procesos más amplios que se desarrollaron en la época del Vaticano II al estar la atención centrada, prevalentemente, en el éxito de esta o aquella teología, o de esta o esa facción eclesiástica. Y en este caso esto es aún más paradójico porque ese Concilio –desde un punto de vista programático– intentó “abrirse al mundo”, precisamente a “ese” mundo de los veinte años posteriores a la Segunda Guerra Mundial. A su modo, intentó ofrecer una lectura del mismo, individuando sus procesos y pronosticando los resultados.

Soy consciente de que la Iglesia –como confirmaba Pablo VI en “Ecclesiam suam”– está en el mundo pero no es del mundo: tiene valores, comportamientos, procedimientos específicos que no pueden ser juzgados ni enmarcados con criterios totalmente histórico-políticos, mundanos. Por otra parte, hay que añadir, tampoco es un cuerpo separado. En los años sesenta –y los documentos conciliares están llenos de referencias en este sentido– el mundo se dirigía hacia la que hoy llamamos “globalización”, estaba ya muy condicionado por los nuevos medios de comunicación de masa, se difundían a gran velocidad ideas y actitudes inéditas, emergían formas de mimetismo generacional. Es impensable que un evento de la amplitud y relevancia del Concilio se desarrollara dentro de la basílica de San Pedro sin confrontarse con lo que estaba sucediendo fuera de ella.

De los muchos periodos posibles, conviene limitarse al más inmediato e insertar el Vaticano II en el contexto de la segunda posguerra y de las “trente glorieuses”, según la proverbial definición de Jean Fourastié. De la lucha triangular que había tenido lugar durante el conflicto, la victoria aliada contra el nazismo había eliminado un frente, pero el problema de fondo persistía: ¿qué tipo de organización social y qué forma de Estado debería darse la sociedad moderna, en Europa y no solo? Derrotado el Estado nacional fascista, los protagonistas y antagonistas seguían siendo la democracia liberal anglo-americana y el comunismo soviético.

Por tanto, debemos afrontar de manera diferente y rápida estos tres problemas:

– la derrota del nazismo y del fascismo y sus consecuencias político-culturales;
– la afirmación de la democracia en Europa occidental;
– el comunismo soviético y su expansión.

Obviamente, teniendo siempre como punto de referencia sus contragolpes en la Iglesia y en el mundo católico.

2. La derrota del nazismo y el fascismo y sus consecuencias político-culturales

El año 1945 marcó durante decenios el eclipse del “paradigma conservador”, eclipse que emerge plenamente sobre todo después de 1960. Durante mucho tiempo ha podido parecer un ocaso definitivo, si bien hoy sabemos que no es realmente así. Podemos hablar también de “cultura conservadora”, pero en sentido amplio: un conjunto de valores, supuestos tácitos de la actuación política, pero también de la conducta cotidiana.

Después de 1945, el paradigma “conservador” parece trastornado por el final violento de los regímenes de derecha radical (fascismo, nacionalsocialismo). La relación entre el conservadurismo y estos regímenes es históricamente controvertido. No son pocos los estudiosos (entre los cuales yo mismo) que subrayan, junto a los innegables compromisos, también las probables mayores distancias y conflictos (basta recordar la oposición alemana a Hitler que organizó el atentado del 20 de julio de 1944, las figuras de Thomas Mann y Benedetto Croce, la acción política de Churchill, de De Gaulle, del gobierno polaco de Londres). Pero en la posguerra empieza a prevalecer la tesis que los totalitarismos de derecha eran, sustancialmente, el desarrollo y el pleno alcance de la cultura conservadora y que, por tanto, esta merecía desaparecer con ellos.

¿Qué quiero decir aquí con “paradigma conservador”? Retomo, por practicidad, la definición propuesta por un estudioso de nuestros días, Carlo Galli. Para él, la cultura conservadora, la cultura de derechas, se distingue de la progresista porque sostiene el primado de los deberes más que de los derechos (privilegiados, en cambio, por la izquierda actual). Más aún: sostiene la prevalencia de lógica supraindividuales (la Tradición, el Estado, la Nación, la Familia, el Orden, pero también la Iglesia) a las que el individuo debe adecuarse sacrificándose, si fuera necesario, a sí mismo: en dicho sacrificio consistiría su “moralidad”. Para esta cultura, el hombre es un ser social, insertado en una comunidad que le da un “estatus” y casi una identidad: es por esto que la suya es una visión fundamentalmente «organicista» de la sociedad y de los grupos sociales.

¿Quieren un ejemplo, precisamente surgido en el alba del periodo que estamos tomando en consideración? Basta leer este pasaje de la encíclica de Pío XII “Mystici corporis” del 29 de junio de 1943: “Además de eso, así como en la naturaleza no basta cualquier aglomeración de miembros para constituir el cuerpo, sino que necesariamente ha de estar dotado de los que llaman órganos, esto es, de miembros que no ejercen la misma función, pero están dispuestos en un orden conveniente; así la Iglesia ha de llamarse Cuerpo, principalmente por razón de estar formada por una recta y bien proporcionada armonía y trabazón de sus partes, y provista de diversos miembros que convenientemente se corresponden los unos a los otros. Ni es otra la manera como el Apóstol describe a la Iglesia cuando dice: «Así como… en un solo cuerpo tenemos muchos miembros, mas no todos los miembros tienen una misma función, así nosotros, aunque seamos muchos, formamos en Cristo un solo cuerpo, siendo todos recíprocamente miembros los unos de los otros» (Rm 12,4)”. Por tanto, se presentaba a la Iglesia como un cuerpo formado “orgánica” y “jerárquicamente”.

En el “paradigma conservador” había, inherente, una visión dramática de la existencia, porque el objetivo de la vida no es la felicidad. Esa es prueba y lucha, como se lee en el libro de Job (“militia est vita hominis super terram”) y en ella se necesitan las virtudes del combatiente: la capacidad de sacrificio, el honor, el valor, la obediencia, la fidelidad. De aquí la intolerancia y el desprecio por una visión quietista o materialista de la existencia, por la mediocridad burguesa. Don Giuseppe De Luca, en un memorable texto de febrero de 1939, habló del “cristiano como un antiburgués”.

Una parte de esta cultura observaba la existencia de una “cuestión judía” en el mundo contemporáneo, frente a la cual asumía una gama de actitudes que no se pueden reducir –como con demasiada frecuencia se dice hoy– al antisemitismo: sin embargo, era significativo que considerara al judaísmo como “cuestión”. El judío podía ser el emblema del “burgués”, del capitalista, del espíritu intelectualista, del cosmopolita, del revolucionario sin Dios pero, también, de alguna manera, el hermano mayor del que esperar la conversión final, en una actitud de respeto y confianza.

No es casualidad que –para dar una idea de lo que he llamado la “cultura conservadora”– haya recurrido a ejemplos sacados de la cultura religiosa. Porque es indudable que la Iglesia ha tenido con esa cultura una relación muy estrecha. La Iglesia –lo hemos visto– se presentaba como una institución jerárquica, dotada de sacralidad y universalidad. Subrayaba su carácter “militante” contra los errores del siglo y sus portadores. Encarnaba el principio de autoridad. “El poder político del catolicismo –escribía Carl Schmitt en 1923– no se basa ni en los medios de poder económico, ni en los medios militares. Independientemente de estos, la Iglesia posee ese ‘pathos’ de la autoridad en su plena pureza”.

Ahora bien, todo este mundo conceptual, todo este amasijo de ideas, sentimientos, antagonismos ideales, es arrollado por el final de los fascismos. En la Europa posterior a 1945 (y casi hasta hoy) este trasfondo cultural ya no se puede proponer en el mundo de las ideas y de la cultura y en los medios que lo difunden. La Iglesia había observado a tiempo el carácter problemático de esta relación: basta pensar a la condena de la ”Action Française” por parte de Pío XI en 1926 y sus consecuencias (el nacimiento del progresismo católico francés en el que emerge la figura de Jacques Maritain, ex seguidor de Maurras); y a los dos mensajes de navidad difundidos por radio de Pío XII de 1942 y 1944, el primero dedicado al ”orden interior de las naciones” y el segundo al “problema de la democracia”. Con ellos acaba cualquier agnosticismo institucional, se constata que los totalitarismos son interlocutores no confiables, se indica que la democracia es el régimen del futuro, se insiste en la dignidad de la persona humana como estrella polar de la visión política católica.

Resumiendo: en el nuevo contexto que surgió después de 1945, el léxico y el universo conceptual al que el mundo católico y el magisterio habían recurrido hasta pocos años antes ya eran escasamente utilizables. En el mundo de la posguerra, ya nadie estaba seguro del primado de las instancias supraindividuales respecto al individuo y a la lógica jerárquica que dicho primado comportaba. Pocos eran propensos a creer que la obediencia, el sacrificio y la abnegación seguían siendo virtudes. Este cambio –lo repito– no fue inmediato: para que llegase a plena madurez hay que esperar a principios de los sesenta, con el final de la guerra fría y el ocaso de la generación prebélica; es decir, los años del Concilio. El cambio de lenguaje que algunos (como el jesuita John O’Malley) han individuado como una de las novedades principales del Vaticano II surge, por tanto, no solo por exigencias “ab intra”, sino también por estas profundas transformaciones que estaban sucediendo en ese mundo al que el Concilio quería dirigirse.

3. La afirmación de la democracia en Europa occidental y la difusión de un nuevo ethos democrático

Todos conocen la importancia de la afirmación de la democracia después de la segunda guerra mundial en algunos países decisivos de Europa occidental: en países que tenían una tradición cultural y política que siempre la había sido adversa (Alemania) o en los que existía una división histórica radical sobre sus valores (Francia).

Significativamente, los dos episcopados más activos en la acción de renovación Vaticano II fueron, precisamente, el alemán y el francés. Pero este tema atañe también a Italia: basta pensar en la célebre disputa del verano de 1945 entre Benedetto Croce y Ferruccio Parri. ¿Podía la Italia pre fascista ser considerada  una democracia? ¿O esa democracia que estaba naciendo era una novedad absoluta?

El encuentro entre la Iglesia católica y la democracia estuvo propiciado también por el surgir o resurgir de los partidos democratacristianos en los países más importantes de Europa occidental y por su convertirse rápidamente en mayoría o formar parte del gobierno: la CDU-CSU en Alemania occidental, el MRP en Francia, la DC en Italia, el Parti Social-Chrétien en Bélgica. Parecía el renacimiento de la Europa carolingia, a la que miraban con gran esperanza Pío XII (más frío sobre el atlantismo, después de demostrarse en un principio favorable) y con un desapego cada vez mayor Gran Bretaña pues según los líderes de los partidos ingleses ¡había demasiados católicos en el poder!

El nuevo enfoque de la Iglesia estuvo propiciado también por otro elemento. En el ámbito de las nuevas democracias, la economía que empezaba a prosperar era predominantemente “mixta”, apuntaba a la construcción de un estado del bienestar, se basaba sobre la concertación entre gobiernos y sindicatos. Era el resultado del matrimonio entre liberalismo económico y democracia social. Es precisamente este el modelo que emerge de la constitución conciliar “Gaudium et spes” (65b): “No se puede confiar el desarrollo ni al solo proceso casi mecánico de la acción económica de los individuos ni a la sola decisión de la autoridad pública. Por este motivo hay que calificar de falsas tanto las doctrinas que se oponen a las reformas indispensables en nombre de una falsa libertad como las que sacrifican los derechos fundamentales de la persona y de los grupos en aras de la organización colectiva de la producción”.

Pero la democracia que estaba naciendo en Europa occidental no era solo un régimen político. También reflejaba una situación social inédita: la llegada definitiva de una sociedad de masa, tendencialmente igualitaria en sus costumbres y en sus gustos, en la que no existían obstáculos a una creciente americanización de las costumbres. La pregunta es inevitable: ¿qué retos le planteaba a la Iglesia -a una Iglesia que aún se percibía a sí misma como una institución jerárquica, análoga a un Estado monárquico absoluto en el que los fieles son «súbditos»- este nuevo ethos democrático, esta inminente sociedad de masa? Y esto en un mundo en el que los Estados de este tipo ya no existían, o si existían, eran considerados reliquias del pasado. ¿Cómo se puede pensar que esta democratización de la sociedad, de los consumos y de las costumbres no tuviera ningún efecto en el comportamiento del pueblo católico?

Que las religiones sufrían una transformación con la llegada de la democracia (en sentido político y social) ya lo habían previsto algunos observadores geniales del siglo XIX. Alexis de Tocqueville, en 1840 (“La democrazia in America”, II, 1, cap. V e VI) ya se había dado cuenta que en las sociedades democráticas era imparable tanto la tendencia al ecumenismo: “Me parece evidente que cuanto más tiendan a desaparecer las barreras que separan a las naciones en el seno de la humanidad y a los ciudadanos dentro de cada pueblo, más el espíritu humano se dirige, espontáneamente, hacia la idea de  un ser único y omnipotente, dispensador imparcial de las mismas leyes a todos los hombres”, como la simplificación litúrgica y el final progresivo de las devociones: “Otra verdad me es totalmente clara, a saber: que las religiones deben estar menos sobrecargadas de prácticas exteriores en los periodos democráticos respecto a los otros. Precisamente en los siglos de democracia es particularmente importante no dejar confundir el obsequio dado a los agentes secundarios con el culto debido solo al Creador”, como el antiformalismo: “A los hombres que viven en tiempos como esos [democráticos] les cuesta soportar las formas; los símbolos les parecen artificios pueriles, utilizados para velar o adornar ciertas verdades que serían más natural mostrar desnudas y a plena luz; a la vista de ceremonias se quedan fríos y, por naturaleza, sienten inclinación a atribuir una importancia secundaria a los detalles del culto. […] En el momento en que los hombres fueran todos iguales, una religión que fuera más minuciosa, más inflexible y más cargada con pequeñas obligaciones de observancia quedaría pronto reducida a una hilera de fervientes seguidores en medio de una multitud de incrédulos”.

Es evidente por sí misma que la nueva sensibilidad democrática planteaba algún problema también al uso generalizadlo de la lengua latina en la liturgia católica. En diversas ocasiones  se repitió en el Concilio que era un elemento “occidental” en una Iglesia que ya no quería presentarse como vinculada intrínsecamente a Occidente (sobre todo en los países ex coloniales); además, era una lengua que excluía a gran parte de los fieles de la participación de la acción litúrgica y de su plena comprensión. Soy consciente de que la adopción de las lenguas vernáculas surgía de un movimiento que llevaba mucho tiempo vigente, como es el movimiento litúrgico, que tanta atención había suscitado en el mundo católico, encontrando audiencia también en la jerarquía. Pero ella respondió también al “Zeitgeist” de la segunda mitad del siglo XX. Un gran pedagogo italiano ya había planteado en 1885 el problema en su términos fundamentales: hablo de Aristide Gabelli, estudioso democrático y muy laico. Tras haber constatado que “en todos los países cultos soplaba, con mayor o menor violencia, un viento contrario a la instrucción clásica” y que dicho viento soplaba desde hacía unos cien años, desde el tiempo de la Revolución francesa, él intentaba hallar “la razón última de este malestar e inquietud” y la encontraba precisamente en esto: “La índole de la instrucción clásica no concuerda con la del tiempo. La instrucción clásica es, por su naturaleza, aristocrática, y el tiempo es democrático. Puede que no guste oír esto, porque a la democracia no le gusta demasiado que se la llame con su nombre, pero esta es la verdad. La instrucción clásica está, por sustancia, por forma, por intención, en contradicción con las inclinaciones de la democracia”.

Pero el nuevo ethos democrático, que estaba penetrando en el mundo católico y en grandes sectores de la jerarquía, además de inclinarse hacia una renovación de la liturgia, hacía sensibles a una serie de exigencias que encontraron amplio eco en el Vaticano II.

El tema de la colegialidad (véase la “Lumen gentium”) tenía una historia que se remontaba lejos en el tiempo, pero pensemos en la nueva exigencia de garantismo dentro de la institución eclesiástica y las fuertes críticas a los procedimientos del Santo Oficio (aún estaban vivos los recuerdos de las persecuciones contra los modernistas y la historiografía los volvía a sacar). A este respecto fue memorable el enfrentamiento, el 8 de noviembre de 1963, entre el cardenal de Colonia Josef Frings y el cardenal curial Alfredo Ottaviani, in en el que Frings afirmó significativamente que el procedimiento del Santo Oficio “ya no concuerda con nuestra época, perjudica a la Iglesia y es objeto de escándalo para muchos. […] Ninguno debería ser juzgado y condenado sin ser escuchado y sin haber tenido la posibilidad de corregir su obra y su acción”. Y todos saben que el 6 de diciembre de 1965 se decidió la abolición del Índice de los libros prohibidos y la transformación del Santo Oficio en Congregación para la Doctrina de la Fe.

También, de alguna manera, se imponía el “pluralismo”: dentro de los Estados y, en ciertas formas, también en la Iglesia. De aquí el gran tema de la libertad religiosa, sobre la cual el compromiso del episcopado estadounidense fue total, puesto que habría deseado la afirmación del binomio libertad religiosa y separatismo. Si no me equivoco, el tema de la libertad religiosa es aún hoy un “punctum dolens” para los críticos radicales del Vaticano II. Me esfuerzo por comprender su dificultad ante la ruptura con la doctrina precedente y con la praxis política que conllevaba (apoyo del Estado, praxis concordataria), así como su temor a que la libertad religiosa signifique, de alguna manera, un indiferentismo de fondo. Pero no entiendo qué tipo de Estado ellos tienen en la cabeza: ¿uno confesional? ¿Cómo es posible negarle al hombre contemporáneo la libertad religiosa? ¿O permanecer tibios ante este problema, mientras aquella es conculcada en muchas partes del mundo?

Pablo VI lo comprendía muy bien y es bien conocido su compromiso al respecto. Este papa sabía que el tema de la libertad religiosa era fundamental precisamente para mantener un puente con la contemporaneidad: su principal asesor teológico, mons. Carlo Colombo, en una intervención en el aula en octubre de 1964, afirmó que la declaración sobre la libertad religiosa era “de la mayor relevancia”, especialmente porque los hombres de cultura verían en ella una clave del diálogo entre la doctrina católica y la mentalidad moderna: “Para nosotros, en Italia –dijo Colombo–, es el punto sobresaliente de un posible diálogo o de una insanable desidia entre la doctrina católica y el modo de sentir del hombre contemporáneo”. Y el año sucesivo, mientras estaba a punto de viajar a Nueva York, Pablo VI le mostró al obispo belga De Smedt (uno de los padres de la “Dignitatis humanae”) toda su satisfacción por el texto, añadiendo: “Este documento es capital. Fija la actitud de la Iglesia para varios siglos. El mundo lo espera”.

“El mundo lo espera”: también aquí emergía la necesidad de una actitud de diálogo con el hombre contemporáneo. Era el año 1960, por lo tanto antes del Vaticano II, cuando el teólogo jesuita estadounidense Gustave Weigel observó que la palabra “diálogo” aparecía con tanta frecuencia en los periódicos y revistas que empezaba a parecer un “eslogan y un lugar común”. El principio dialógico respondía al ethos democrático que estaba invadiendo la sociedad occidental: sobre él se había ejercido la misma reflexión filosófica de los decenios anteriores, desde el judío Martin Buber en los años veinte al católico Hans Urs von Balthasar, pero hay que recordar también al italiano y ultralaico Guido Calogero. El principio del diálogo, del “colloquium”, está en el centro -como es bien sabido- de la primera encíclica de Pablo VI, publicada el 6 de agosto de 1964, “Ecclesiam suam”, en la que la palabra diálogo aparece 57 veces: “Antes de convertirlo, más aún, para convertirlo, el mundo necesita que nos acerquemos a él y le hablemos.”.

Sin embargo, tal vez la declaración más esperada del mundo de esos primeros años sesenta fue la de la relación entre la Iglesia y el mundo judío, “Nostra aetate”. La declaración sobre los judíos se convirtió en el centro de la atención de los periódicos y de la opinión pública como no sucedió con ningún otro documento del Concilio. Sabemos casi todo de su génesis (la relación de Roncalli con los judíos, su encuentro de 1960 con Jules Isaac, etc.), pero también en este caso es obligado hacer referencia al contexto.

Alrededor del 1960 la memoria de la Shoah, sobre la que no se había ahondado durante mucho tiempo, adquirió una centralidad creciente en la opinión pública: en este sentido fue determinante el caso de Adolf Eichmann, secuestrado en 1960, juzgado en 1961 y ahorcado pocos minutos antes de la medianoche del jueves 31 de mayo de 1962. Una afirmación de la «Gaudium et spes» (79b) parece ser una reflexión sobre este caso: “Los actos, pues, que se oponen deliberadamente a tales principios y las órdenes que mandan tales actos, son criminales y la obediencia ciega no puede excusar a quienes las acatan. Entre estos actos hay que enumerar ante todo aquellos con los que metódicamente se extermina a todo un pueblo, raza o minoría étnica: hay que condenar con energía tales actos como crímenes horrendos; se ha de encomiar, en cambio, al máximo la valentía de los que no temen oponerse abiertamente a los que ordenan semejantes cosas”. Fue durante el Concilio cuando se puso en escena en Berlín, el 20 de febrero de 1963, “Der Stellvertetrer” de Rolf Hochhuth, que, popularizando la “leyenda negra” de Pío XII, contribuyó a cambiar radicalmente la opinión prevalente sobre el papel desarrollado por la Iglesia católica en el siglo XX.

4. El problema del comunismo

Como es bien sabido, el Vaticano II no renovó la condena del comunismo, que se remontaba, al menos, a la “Divini Redemptoris” de 1937. En la “Gaudium et spes”, que abordaba las relaciones entre la Iglesia y el mundo, el Concilio fundamentalmente no dijo nada de él como régimen político (en unos años en los que, sobre una población mundial de tres mil millones de personas, más de la mitad gravitaba en el bloque de los países comunistas, donde vivían más de cien millones de católicos, casi un sexto de los 570 millones esparcidos por el globo), ni como ideología, en esos años sumamente penetrante en la policía y en la cultura de todas partes del mundo. En los “vota” de los obispos en la fase preparatoria del Concilio, se había pedido reiteradamente una condena como esta: es más, algunos la consideraban el objetivo fundamental de la inminente asamblea. En la última sesión, 454 padres presentaron en dicho sentido una enmienda a la “Gaudium et spes” que no fue tomada en consideración, tal vez a través de una irregularidad reglamentar. El silencio fue tan evidente –escribe Andrea Riccardi– “que dio crédito a la voz de un acuerdo explícito entre el Patriarcado de Moscú y la Santa Sede”.

Se ha discutido mucho, y se seguirá discutiendo, si dicho acuerdo existió de verdad, pero no es este el lugar donde reabrir la cuestión, sino de examinar los modos en los que se desarrolló el discurso sobre el comunismo en esos años en los documentos pontificios: desde la Pacem in terris” de Juan XXIII del 11 de abril de 1963 (distinción entre error y el que yerra; entre ideología y movimientos históricos; posibilidad de un acercamiento práctico) a la “Ecclesiam suam” de Pablo VI del 6 de agosto de 1964, en la que, tras haber ratificado la condena, pero con una argumentación indirecta (“Pudiera decirse que su condena no nace de nuestra parte; es el sistema mismo y los regímenes que lo personifican los que crean contra nosotros una radical oposición de ideas y opresiones de hechos. Nuestra reprobación es en realidad, un lamento de víctimas más bien que una sentencia de jueces”), se expresaba la esperanza en un futuro diálogo: “No perdemos la esperanza de que puedan un día abrir con la Iglesia otro diálogo positivo, distinto del actual que suscita nuestra queja y nuestro obligado lamento”.

Ya sabemos mucho de cómo se desarrolló la política de Juan XXIII hacía la URSS y el mundo comunista y del papel que tuvieron los interlocutores italianos: el ambiente que rodeaba a Amintore Fanfani y su neo-atlantismo y los referentes católicos cercanos al Partido comunista italiano y su líder Palmiro Togliatti (desde don Giuseppe De Luca a Franco Rodano). Desde este punto de vista tiene gran importancia la conferencia que Togliatti dio el 20 de marzo de 1963 en el Teatro Duse de Bérgamo, sobre “Il destino dell’uomo”.

El secretario comunista entró explícitamente en el debate conciliar. Ante todo, dio una nueva perspectiva a la relación entre católicos y comunistas: “Ya no aceptamos –dijo– la concepción, ingenua y errada, según la cual bastarían la extensión de los conocimientos y el cambio de las estructuras sociales para determinar modificaciones radicales [de la conciencia religiosa]. Esta concepción, que deriva de la Ilustración del siglo XVIII y del materialismo del XIX, no ha soportado la prueba de la historia. Las raíces son más profundas, las transformaciones se llevan a cabo de manera distinta, la realidad es más compleja”.

Después retomó algunos temas amados por el mundo católico y la diplomacia pontificia: la necesidad de la paz y la crítica al equilibrio del terror. Son interesantes las consecuencias políticas que Togliatti extraía: “El rechazo a la participación de nuestro país a cualquier tipo de armamento atómico, la condena explícita de la política fundada sobre el tristemente célebre equilibrio del terror, etc.”.

Por último subrayó con satisfacción el fracaso del anticomunismo. El compromiso anticomunista de la Iglesia de Pío XII –dijo– había sido la última manifestación de la llamada “edad de Constantino”, es decir, de la alianza entre el poder espiritual y el temporal. Aquí, Togliatti hacía una referencia explícita al célebre artículo del teólogo dominico Marie-Dominique Chenu publicado en 1961: uno de los textos base para comprender las motivaciones de la mayoría conciliar. Y polemizaba duramente con el jefe de la minoría, el cardenal Ottaviani, que perseveraba en su anticomunismo: “Su discurso –declaró el líder comunista– es el discurso de un derrotado. De hecho, ¿acaso no es verdad que el cardenal Ottaviani sea el que, tras elaborar los documentos preparatorios del reciente Concilio ecuménico según una determinada dirección, haya sido derrotado por el propio Concilio porque sus planteamientos de política eclesiástica fueron clamorosamente rechazados por la mayoría de los padres conciliares? Y él luchó, si no nos equivocamos, precisamente porque parece que hubo, en la mayoría, una diligencia en la búsqueda de posiciones que se adecuen a las nuevas realidades del mundo actual”. El problema fundamental del Concilio era, a su juicio, el de superar “la identificación entre mundo occidental y mundo católico”, que “hace perder a la misma Iglesia su carácter universal, ecuménico”.

Para Togliatti, esta superación significaba sobre todo tomar conciencia que en el mundo existía una “nueva y numerosa articulación de los sistemas sociales y del sistema de los Estados”, en práctica, un amplio campo de países socialistas que la Iglesia tenía que tener en cuenta. No había nada que temer: “Hoy en la Unión Soviética ya no se habla de dictadura, sino de Estado de todo el pueblo” y la misma experiencia de los comunistas italianos mostraba que era posible conjugar democracia y socialismo: “Las falaces campañas desaparecen, caen. Quien viaja a los países de la famosa ‘Iglesia del silencio’ ve que las iglesias están, a veces más llenas que en nuestro país”. Togliatti percibía que el Concilio estaba marcando el final del anticomunismo católico e individuaba algunos temas que podían formar el marco para un diálogo entre comunistas y católicos: el final del occidentalismo, el problema de la paz, la oposición a los bloques, la crítica de la disuasión nuclear.

Este era el comunismo con el que los vértices vaticanos tenían una continuidad ambiental: hoy los historiadores saben que, por ironía de la suerte, la persecución de las Iglesias y de las comunidades cristianas en la URSS aumentó en los primeros años sesenta, precisamente cuando se estaba poniendo en marcha el nuevo curso vaticano respecto al comunismo. Según el testimonio de su yerno Alexei Adjubei, el líder soviético Nikita Krushov no tenía una sensibilidad particular por las cuestiones religiosas; es más, se puede decir que estaba de acuerdo íntimamente con la actitud antirreligiosa del partido: la distensión con el Vaticano no representaba más que una pieza de una cuestión mucho más amplia de relaciones internacionales.

Creo que se puede decir que el problema del comunismo es aquel sobre el que las decisiones del Vaticano II hayan estado más condicionadas por las contingencias históricas y la dinámica histórica sucesiva haya correspondido menos a sus expectativas. En los primeros años sesenta, el socialismo real en Europa ya estaba en fase de declive: la mayor parte de los historiadores considera el 1956, el año del XX congreso y de la invasión de Hungría, como el golpe de timón, el inicio de la parábola descendiente que, en el arco de treinta años, llevaría a la caída del muro de Berlín y el final de la URSS. Pero entonces pocos percibían esta situación. Lo que causaba asombro era, en cambio, el aspecto dinámico del reformismo krushoviano: el carácter menos opresivo de la censura, las cautas reformas económicas, los éxitos en el campo de los misiles y de las primeras exploraciones espaciales. Fue sobre todo Krushov el que abandonó la antigua tesis de Stalin sobre la inevitabilidad de la guerra entre capitalismo y comunismo y lanzó la idea de la “coexistencia” y de la “competición” pacífica. Y también él decía ser contrario (porque intuía que la URSS no habría podido competir a largo plazo con una política estadounidense de rearme) a lo que Togliatti llamaba el “tristemente célebre equilibrio del terror” y, en mayo de 1958, con un hábil movimiento de propaganda, anunció una moratoria unilateral de las pruebas nucleares en la atmósfera. Mientras el equilibrio del terror era, en cambio, el punto principal de la política estadounidense: solo guerra nuclear, por lo que ninguna guerra.

Sobre esta última estrategia la condena de la “Gaudium et spes” (81) había sido firme: “Puesto que la seguridad de la defensa se juzga que depende de la capacidad fulminante de rechazar al adversario, esta acumulación de armas, que se agrava por años, sirve de manera insólita para aterrar a posibles adversarios. Muchos la consideran como el más eficaz de todos los medios para asentar firmemente la paz entre las naciones. Sea lo que fuere de este sistema de disuasión, convénzanse los hombres de que la carrera de armamentos, a la que acuden tantas naciones, no es camino seguro para conservar firmemente la paz, y que el llamado equilibrio de que ella proviene no es la paz segura y auténtica”. Se trataba, por tanto, de una postura objetivamente anti-estadounidense.

En la posiciones del Vaticano II sobre el comunismo emerge un elemento de Realpolitik que seguirá también después de la caída de Krushov en el clima sofocante de la era Breznev. Una Realpolitik análoga a la de Henry Kissinger de principios de los setenta. La diplomacia no debe imaginarse un mundo distinto, sino que tiene que hacer cuentas con el mundo tal como es (o como le parece que sea): su vocación es tratar siempre y en cualquier circunstancia y llegar a algún tipo de acuerdo. En los vértices vaticanos, pero incluso en la mayoría del mundo católico conciliar y posconciliar, se había difundido la certeza de que el comunismo en Europa habría desafiado al siglo. Es más, existía la convicción de que el mundo iba hacia esa dirección y que era necesario meterse en esa tendencia para “cristianizarlo”. Fue necesario un papa polaco para que, en pocos años, la situación cambiara radicalmente.

5. Una conclusión

Se ha dicho y repetido que, con el Vaticano II, la Iglesia haya buscado un encuentro, un diálogo con la modernidad. Hay que observar –es un inciso– que la palabra “modernidad” no existe en los documentos conciliares. En ellos se utiliza cinco veces el adjetivo “moderno” (tres en la “Gaudium et spes” y dos en el decreto “Ad gentes”). Sin embargo, utilicemos por una vez este término que está hoy tan de moda.

Podemos por tanto decir que la que hemos descrito hasta aquí, aunque sea de manera resumida, era la modernidad con la que la Iglesia intentó lidiar en el Concilio. Lo hizo con los que, unos años más tarde, se llamarían los “grandes relatos ideológicos del siglo XIX”: el liberaldemócrata y el marxista. Juan XXIII y la mayoría conciliar creyeron que una actitud de diálogo, la búsqueda del encuentro con el mundo en todas sus facetas abriría una interlocución que no se dio. El mundo contemporáneo se dirigiría con más confianza y benevolencia hacia una Iglesia que se mostrara más “mater” que “magistra”, que exhortara sin condenar, que no excluyera a nadie.

Pero las cosas no han ido así. Precisamente a partir de los años del Concilio inició un proceso de descristianización de las sociedades occidentales, sobre todo europeas, que las está transformando en sociedades poscristianas. En la próxima ocasión intentaré individuar, de manera resumida, las razones.

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Para una visión de conjunto acerca de la disputa en curso sobre el Concilio Vaticano II, con el índice de todas las entradas de Settimo Cielo sobre este tema:

> A favor o en contra del Concilio, la Iglesia en plena vorágine. Pautas para una pacificación


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