
(s.m.) Las palabras del papa Francisco bendiciendo las “familias” homosexuales en el documental reciente a él dedicado, y su encíclica “Fratelli tutti” sobre la fraternidad universal, con solo cuatro tímidos párrafos dedicados a la “identidad cristiana” sobre el total de 287, han sido el punto de partida para el profesor Pietro De Marco, que ha hecho una valoración crítica del pontificado actual.
De la génesis y los efectos de esas palabras en el documental, Settimo Cielo ha ofrecido esta detallada reconstrucción:
> Famiglie omosex. Ciò che il papa ha detto e ciò che gli hanno fatto dire
Mientras que para una lectura propiamente teológica de “Fratelli tutti” es instructivo este análisis del padre Thomas Weinandy, miembro de la Comisión teológica interncional:
> “Fratelli tutti” and the Preaching of the Good News
Pero he aquí lo que escribe De Marco –filósofo e historiador de formación anteriormente docente de sociología de la religión en la Universidad de Florencia y en la Facultad teológica de Italia central– sobre lo que él llama “el desorden” de este pontificado y, a la vez, “el consenso deforme, innatural” que lo rodea, ambos “tales de hacer gritar ante Dios”.
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TERNURA HACIA LOS «ÚLTIMOS HOMBRES»
por Pietro De Marco
¿De verdad la ternura de una Iglesia que esconde la divina revelación le sirve al hombre que la recibe?
Después de que el papa Jorge Mario Bergoglio invocara la «cobertura legal» de las parejas del mismo sexo, un amigo me ha pasado un texto, después muy citado: “A quienes […] quieren proceder a la legitimación de derechos específicos para las personas homosexuales convivientes, es necesario recordar que la tolerancia del mal es muy diferente a su aprobación o legalización. Ante el reconocimiento legal de las uniones homosexuales, o la equiparación legal de estas al matrimonio con acceso a los derechos propios del mismo, es necesario oponerse en forma clara e incisiva”.
Es un pasaje de las “Consideraciones sobre los proyectos de reconocimiento legal de las uniones entre personas homosexuales” publicadas por la Congregación para la doctrina de la fe el 3 de junio de 2003, día de la memoria de los santos ugandeses Carlo Lwanga y compañeros, mártires –me dice mi docto amigo– porque habían resistido a las pretensiones sodomitas de su rey. Sin embargo, hoy, ¿a quién y a qué deberíamos oponernos si –como escribe un teólogo con el que siempre disiento amistosamente– “con el papa el campo ya no se divide en dos partes opuestas, verdad y libertad, deber y derecho”? ¿De verdad cree la opinión culta cristiana, antiagustina y antipaulina, que el hombre está flotando en una tibia piscina curativa, en la que ya no existen dramas ni riesgo para la conciencia y para la toma de decisiones?
Verdad y libertad, deber y derecho estarían pacificados solo en un hombre alejado de sí mismo, parte de ese hormiguero virtuoso que Dios creador nunca quiso que fuera la humanidad. De ninguna manera este sueño es el cristianismo de la Iglesia católica o las Iglesias ortodoxas. Libertad y verdad estarán siempre en conflicto en nuestra finitud; y no sirve para nada, ante este hecho, el intento de destrucción de la metafísica. Solo una Iglesia “katéchon” (2 Tess 2, 6-7) podrá impedir que suceda esta caída de lo Humano en la “a-patía”.
Este “katéchon”, a pesar de la esperanza expresada por el padre Antonio Spadaro en “La Civiltà Cattolica” del 4 de enero de 2020, no puede estar constituido por la Iglesia de la visión del papa Francisco si –como proclama el jesuita– esta visión hace coincidir la “conversión” espiritual y pastoral con la “estructural”. La lucha contra el “final de la historia” no tiene mucho que ver con estructuras económicas y sociales y sí con mundos ideológicos y morales que penetran y enajenan las existencias.
En esta luz aparece cuanto más erróneo, después de decenios, el trabajo teológico dedicado a demostrar que la fe y la Iglesia, para “renovarse” (una tesis que se autodestruye, puesto que no existe la novedad en sentido propio en la temporalidad de una Tradición), tienen que acoger ese sinsentido, es decir, convertirse en la debilidad del «más allá del creer», como expresa algún autor. Una línea que acelera el final sin que haya regeneración.
En una discusión un poco intensa con una amiga posmoderna y toda ella feminismo, libertad y derechos individuales, todo “aquí y ahora”, finitud del vivir y eutanasia para todos, la oí elogiar a Bergoglio, “este papa que me gusta tanto”. Somos conscientes de que las apariciones públicas y el imparable discurrir del papa –del que es un buen ejemplo la reciente e inconexa salida sobre los homosexuales y las uniones civiles– funcionan como un lenitivo en el difundido nihilismo contemporáneo, como una suerte de justificación, ya que al hombre poscristiano del “vivir para la muerte” ya no le basta la falsa conciencia de haberse emancipado de la verdad. Recuerdo a menudo, ante las subjetividades seguras y perdidas en la autosuficiencia posmoderna, la previsión del “último hombre” que reformuló en la posguerra Alexandre Kojève: nos encaminamos a ser –decia el filósofo– hombres protegidos y sanos que se dejan vivir, pura animalidad feliz sin historia y sin alma. Ciertamente, para nosotros será difícil entonces proteger la vida si empezamos a ser un peso en nuestro círculo social; pero en ese momento, nos dicen, ya habremos vivido suficiente; los perros y los gatos, tan “humanos”, vivirán más que nosotros. El papa Bergoglio parece darse cuenta de esta deriva del mundo occidental, diagnosticada nuevamente por Fukuyama hace más de treinta años, pero la resuelve en la rebuscada desaprobación del individualismo liberal, que conduce además al egoísmo de los intereses económicos. La realidad es muy distinta y la falta de diagnóstico antropológico golpea el corazón de la estrategia pastoral y política del papa.
Los defensores y apologistas de Francisco, incluso los más lúcidos, no consiguen usar otro argumento que no sea el “método de la dulzura” y la “alabanza de la fraternidad”, como nuevas formas de la verdad católica y la función petrina. “El papa devuelve el amor a la dimensión evangélica”, leo sobre sus declaraciones sobre el drama homosexual. Quien cree esto no ha leído nunca los Evangelios. La “dimensión evangélica” del amor: ¿cuál? ¿Eros, philia, agape?¿Implica esto mi asentimiento a las bodas entre divorciados y, ahora, a la pareja homosexual y figuras anexas? ¿Y a qué mañana? ¿Al incesto? ¿Al sexo infantil? Y si las leyes que despenalizan y, por tanto, incentivan, esta o esa conducta llevan el sello, el perfil del César, ¿acaso no es la semejanza de cada hombre con Dios lo que hay que proclamar? El hombre-criatura, el hombre esencial que la Iglesia declara y protege, está en esta semejanza. El “misterio grande” de la pareja hombre-mujer está en este orden primero y último, que es, además, el trinitario (Hans Urs von Balthasar).
Hay quienes sostienen un diagnóstico muy difundido ya en el posconcilio, es decir, que crece “el número de quienes, para poder dar forma a la propia fe, tienen que salir, o por lo menos, ponerse en los márgenes de la Iglesia»; es decir, que la Iglesia aún no es un lugar para verdaderos creyentes, como mucho lo es “para quienes sienten afecto por las prácticas religiosas”. Pero la realidad difundida es otra muy distinta: quienes “sienten un afecto por las prácticas” son una minoría maltratada por el párroco medio; y hace años que la ideología pastoral y las prácticas parroquiales corren detrás de quienes quieren “dar una forma” personalizada a la fe. Por tanto, el papa se ocuparía, justamente, como afirma Giuliano Zanchi, reconocido teólogo y ensayista, del “creer de todos” para que, independientemente de la forma que la fe ha asumido en cada uno, “todos puedan creer”.
Es incluso una consideración aguda, y que tal vez comparta el pontífice, pero desmentida por una larga serie de reducciones “universalistas” de la fe —es más, de las fes— a un mínimo común destinado a ser la fe de todos: utopistas sociales cristianos, experimentos de religiosidad liberal a la Lamennais, congresos mundiales de las religiones en una época premodernista, el verdadero modernismo católico, la misma “religión” de los proletariados revolucionarios y, tras una pausa, la recuperación de las visiones ecuménicas de las religiones, es decir, de las “éticas” a la Hans Küng; todos han precedido este diseño –¿o esta praxis instintiva?– del papa Francisco. Pero tras más de dos siglos de escenarios ilusorios, no ha tomado cuerpo ninguna “religión para que todos puedan creer”, ni siquiera en el polo de las místicas o en el cuerpo de las éticas cívicas. Una “religión verdadera” es, de hecho, exigente, fortalece y vincula, quiere amor a Dios, formación y oblación, exige toda la vida; no es la emoción por una palabra de orden compartida que se pone a ondear en el balcón.
El coro actual sobre la novedad de Bergoglio, que se arma de enésimas acusaciones de inadecuación a la Iglesia –de nuevo una “Iglesia de los noes” a pesar de la producción de “síes” del pontificado–, finge ignorar cuanto ha asimilado la tradición cristiana de las Sagradas Escrituras para encontrar respuestas a la continua oscuridad de la historia humana, que es una historia redimida o carente de respuestas, como atestigua la tragedia antigua. El cuidado de las almas siempre ha estado vinculado al amor al Evangelio, pero quedando libre del encantamiento del ”amour passion” o “amor concupiscentiae” del que todo ser humano tiene experiencia, pero que no puede ser puesto al mismo nivel del amor a Dios y al prójimo que los Evangelios ven encarnado en Cristo. Entre otras cosas, hay algo que es paradójico en pretender legitimar cristianamente el ”amour passion”, los “hechos de amor” románticamente asumidos, como absolutos y habitados por Dios. ¿Se puede defender la libertad frente a la ley, extendiendo la categoría de “hermandad” de la última encíclica también a la relación sexual, como quiere el teólogo Andrea Grillo? ¿Amor filadélfico, por tanto, o (más probablemente), metáfora oratoria sin correspondencia con las cosas?
Volvamos al papa. Todo el que sea mínimamente consciente, dentro y fuera de la cultura católica, comprende que aliviar al “último hombre”, el de la prolija exhibición de su propia (in)suficiencia –algo que no había sucedido nunca en ninguna cultura humana abierta al más allá, a lo sagrado– es lo opuesto al mensaje cristiano y el deber de verdad, siempre correspondientes. Ante la mediocultura de la finitud sin transcendencia, de la predicación de la feliz inmoralidad de sí mismo, de una nada tan ridícula como hipersensible, la invitación a la fraternidad y a lo social no puede, por sí sola, guiar las almas a la recuperación de sentido y profundidad. Son exhortaciones que no afectan a la arrogancia triste del hombre último, no más allá de una emoción. Los grandes ideales de los pobres, de la fraternidad mundial, del Dios amor, ocuparán, en el yo contemporáneo deseoso de gratificaciones a la medida de la propia modestia, el lugar y el horario que se dedica a las palabras: los espacios de tiempo que se dedica a todos lo demás que no sea el trabajo.
Valorizar contemporáneamente la “fe de todos” para obtener de la confusión un impulso universal hacia la fraternidad será, una vez desvanecida la emoción, una devaluación de la fe de todo creyente firme. Una fe religiosa es otra cosa muy distinta. Pensarla con los términos de un común denominador antropocéntrico –de hecho, humanista–, nunca ha producido ni producirá la plausibilidad de creer en quienes no creen. El Occidente cristiano ha estado inmerso durante muchos siglos en el recorrido (en el nuevo tiempo también) de Cristo resucitado y glorioso, en la historia universal, en el sentido pleno y sobrenatural del existir. Nunca en un Dios “íntimo” y, al mismo tiempo, ausente, salvo en minorías. Este último parece ser, en cambio, el Dios que el papa recomienda en “Fratelli tutti” (nn. 277- 280): una creencia humana útil en un legislador inerte del todo, como en la cultura deísta. ¿Para qué servirá?
Es verdad: no podemos realmente consentir con el ”ser para la muerte” del hombre polemológico, que desprecia al hombre común o “burgués”, o de otra raza, dispuesto a eliminar los descartes de la humanidad o hacer de ellos –con el mismo resultado– otro ser o un pueblo nuevo. Pero tampoco podemos autorizar con la misericordia el ”ser para la muerte” de hombres que, junto a nosotros, cultivan el sinsentido para prepararse a la buena muerte química. Creo que la predicación del papa Francisco acabará confirmando los mundos poscristianos, no en el sentido con el que ellos se condenan. Y aliviar el sinsentido no es tampoco construir el demasiado famoso “hospital de campaña”; es permitir la ideología de la fuga en masa del frente de la vida dotada de sentido, de la verdad y el dolor de la lucha que ocupa la cotidianidad de cada uno.
No es en absoluto casual, es más bien estructural, que en los mundos poscristianos la “fraternidad” –apreciada solo con palabras– deje de existir ante una maternidad no deseada, un enfermo terminal, un anciano enloquecido o, mañana, ante un adolescente con una discapacidad grave. Una costumbre “monstrum” en la que se mezclan, sin contradicción, la fraternidad de los sentimientos y la acción complementaria homicida de los comportamientos y las leyes, a las que contribuyen esas mismas personas “fraternas” como votantes.
Ahora bien, esta humanidad que corre en el plano inclinado de la “vida buena” como metro de dignidad, es decir, de legitimidad para vivir, está solo aliviada realizando el “como si Cristo no existiera” de la “Fratelli tutti”. En el “samaritanus bonus” del papa no hay salvación, solo paliativos existenciales, personales y políticos, que no se corresponden con la Iglesia: la “sponsa Christi” no debe acompañar a las almas hacia su muerte, sino que debe afirmar la verdad de Cristo para que vivan. Es una evidencia que muestra cuán errónea es la cómoda “laicidad” de la separación entre verdad “religiosa” y perspectiva jurídica y política, acogida desde hace decenios por el catolicismo democrático y liberal. Desde siempre la Iglesia tiene responsabilidad y competencia sobre los datos antropológicos últimos –nacimiento, masculino y femenino, matrimonio, muerte–, porque tiene de ellos una visión íntegra que es la antropología bíblica. No hay nada del hombre –la realidad creada por excelencia– que, olvidándose de estos baluartes de la concepción cristiana, no tienda a pervertirse.
Hay que tenerlo bien presente: cuando los católicos y sectores del mundo reformado, combaten contra las innovaciones normativas producidas por la victoria del yo deseoso sobre las tareas ordenadas y elevadoras del “Nomos”, están combatiendo por el hombre, no “por la religión”. En Italia se combatió también contra llevar a nivel de derecho las “uniones de hecho”, puesto que ese era nuestro deber. Y la postura distinta de Jorge Mario Bergoglio no puede valer más que una opinión. Ciertamente, no le será útil al hombre que la Iglesia humanice falsamente la verdad de Cristo.
En lugar de ocuparse de “uniones civiles”, diseminando además opiniones incoherentes, el papa Francisco debería ocuparse de elevar su voz, de manera formal y argumentada, contra la ruptura en curso de todo freno ético y legislativo en la liquidación por eutanasia de los seres humanos. Esta inmunda deriva concierne al futuro del hombre desde la raíz, y no hay temor de oposición a las autoridades civiles, holandesas u otras, que se sostenga. “Hic Rhodus!”, es este el punto decisivo, no una mítica batalla del “pueblo” contra la modernidad económica y los delicados equilibrios internacionales. El cristianismo siempre ha acompañado a las almas a lo largo de la historia a la luz de las virtudes teologales, no les ha hecho concebir ilusiones sobre “otro mundo posible”. El “otro mundo” está en la visión de Dios, aquí está en la vida sobrenatural. Una “ternura” que se afirme sin horizontes de objetivos y sin el Dios de la revelación en Cristo no hará del hombre contemporáneo un generador de humanidad fraterna, sino un desertor patético de la historia en la que el Dios creador lo ha puesto. Hacia el “final de la historia”.
Quienes se lamentan de las muchas reservas y críticas hechas al papa debe darse cuenta de que Su Santidad actualmente está expuesto, de una forma inédita y contraproducente bajo cualquier aspecto para Roma y para la Iglesia, por una serie de responsabilidades y debilidades: la continua confusión entre privado y público, la forma improvisada y confusa de sus enunciados en el lenguaje diario como en el magisterial, su clara ignorancia (ignoratio) de la enseñanza católica de la que debería ser custodio. Y todo ello, según opinan muchos, para dar cuerpo a sus proyectos y a una visión del oficio petrino que parece ser instrumental para ellos. Es necesario decirlo, porque la escala individual y mundial en la que Bergoglio pretende experimentar un nuevo rostro de la Iglesia –como lugar universal para “nuevos creyentes”, se atreven a decir algunos– corre el riesgo de alterar de manera irreflexiva la verdad de la Iglesia y la fe.
Ciertamente, el papa no ve que los inteligentes que lo alaban utilizan la “historicidad” de la Iglesia y de los Evangelios como argumento para liquidar cualquier paradigma católico –incluso el cauto promemoria del cardenal Gerhard L. Müller del 23 de octubre, que Andrea Grillo considera “fundamentalista”– y asumir, respecto a la divina revelación, esa libertad que en la historia cristiana siempre ha llevado al error.
Soy consciente de que no estoy observando esa “condescendance” debida a los superiores y que el misericordioso san Francisco de Sales –también él gran instrumento de Dios en la conversión de los hugonotes– recomendaba en los “Entretiens”. Pero el desorden de este pontificado y el consenso deforme, innatural, que se eleva entorno al pontífice son tales que hay que gritar ante Dios.